jueves, 11 de octubre de 2012

Juan Pablo II: Homilía sobre Edith Stein



Plaza de San Pedro
Domingo 11 de octubre de 1998

 1. «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6, 14).
Las palabras de san Pablo a los Gálatas, que acabamos de escuchar, reflejan bien la experiencia humana y espiritual de Teresa Benedicta de la Cruz, a quien hoy inscribimos solemnemente en el catálogo de los santos. También ella puede repetir con el Apóstol: «En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!».
¡La cruz de Cristo! En su constante florecimiento, el árbol de la cruz da siempre nuevos frutos de salvación. Por eso, los creyentes contemplan con confianza la cruz, encontrando en su misterio de amor valentía y vigor para caminar con fidelidad tras las huellas de Cristo crucificado y resucitado. Así, el mensaje de la cruz ha entrado en el corazón de tantos hombres y mujeres, transformando su existencia.
Un ejemplo elocuente de esta extraordinaria renovación interior es la experiencia espiritual de Edith Stein. Una joven en búsqueda de la verdad, gracias al trabajo silencioso de la gracia divina, llegó a ser santa y mártir: es Teresa Benedicta de la Cruz, que hoy, desde el cielo, nos repite a todos las palabras que marcaron su existencia: «En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!».
2. El día 1 de mayo de 1987, durante mi visita pastoral a Alemania, tuve la alegría de proclamar beata, en la ciudad de Colonia, a esta generosa testigo de la fe. Hoy, a once años de distancia, aquí en Roma, en la plaza de San Pedro, puedo presentar solemnemente como santa ante todo el mundo a esta eminente hija de Israel e hija fiel de la Iglesia.
Como entonces, también hoy nos inclinamos ante el recuerdo de Edith Stein, proclamando el inquebrantable testimonio que dio durante su vida y, sobre todo, con su muerte. Junto a Teresa de Ávila y a Teresa de Lisieux, esta otra Teresa se añade a la legión de santos y santas que honran la orden carmelitana.
Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido para esta solemne celebración, demos gracias a Dios por la obra que realizó en Edith Stein.
3. Saludo a los numerosos peregrinos que han venido a Roma y, de modo particular, a los miembros de la familia Stein, que han querido estar con nosotros en esta feliz circunstancia. Un saludo cordial va también a la representación de la comunidad carmelitana, que se convirtió en la «segunda familia» para Teresa Benedicta de la Cruz.
Doy mi bienvenida, asimismo, a la delegación oficial de la República federal de Alemania, encabezada por el canciller federal saliente Helmut Kohl, a quien saludo con cordialidad y deferencia. Saludo, igualmente, a los representantes de los estados del norte del Rin Westfalia y Renania-Palatinado, así como al alcalde de la ciudad de Colonia.
También de mi patria ha venido una delegación oficial guiada por el primer ministro Jerzy Buzek, a la que saludo cordialmente.
Quiero reservar una mención especial a los peregrinos de las diócesis de Wrocław, Colonia, Münster, Espira, Cracovia y Bielsko-Żywiec, aquí presentes junto con sus cardenales, obispos y sacerdotes. Se unen a la gran multitud de fieles que han venido de Alemania, de Estados Unidos y de mi patria, Polonia.
4. Queridos hermanos y hermanas, Edith Stein, por ser judía, fue deportada junto con su hermana Rosa y muchos otros judíos de los Países Bajos al campo de concentración de Auschwitz, donde murió con ellos en la cámara de gas. Hoy los recordamos a todos con profundo respeto. Pocos días antes de su deportación, la religiosa, a quienes se ofrecían para salvarle la vida, les respondió: «¡No hagáis nada! ¿Por qué debería ser excluida? No es justo que me beneficie de mi bautismo. Si no puedo compartir el destino de mis hermanos y hermanas, mi vida, en cierto sentido, queda destruida».
Al celebrar de ahora en adelante la memoria de la nueva santa, no podremos menos de recordar, año tras año, la shoah, ese plan cruel de eliminación de un pueblo, que costó la vida a millones de hermanos y hermanas judíos. El Señor ilumine su rostro sobre ellos y les conceda la paz (cf. Nm 6, 25 ss).
Por amor a Dios y al hombre, una vez más elevo mi apremiante llamamiento: ¡Que nunca más se repita una análoga iniciativa criminal para ningún grupo étnico, ningún pueblo, ninguna raza, en ningún rincón de la tierra! Es una llamada que dirijo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad; a todos los que creen en el Dios eterno y justo; a todos los que se sienten unidos a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Todos debemos ser solidarios en esto: está en juego la dignidad humana. Existe una sola familia humana. Es lo que la nueva santa reafirmó con gran insistencia: «Nuestro amor al prójimo .escribió. es la medida de nuestro amor a Dios. Para los cristianos, y no sólo para ellos, nadie es .extranjero.. El amor de Cristo no conoce fronteras».
5. Queridos hermanos y hermanas, el amor a Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la Cruz. Mucho antes de darse cuenta, fue completamente conquistada por él. Al comienzo, su ideal fue la libertad. Durante mucho tiempo Edith Stein vivió la experiencia de la búsqueda. Su mente no se cansó de investigar, ni su corazón de esperar. Recorrió el camino arduo de la filosofía con ardor apasionado y, al final, fue premiada: conquistó la verdad; más bien, la Verdad la conquistó. En efecto, descubrió que la verdad tenía un nombre: Jesucristo, y desde ese momento el Verbo encarnado fue todo para ella. Al contemplar, como carmelita, ese período de su vida, escribió a una benedictina: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente, busca a Dios».
Edith Stein, aunque fue educada por su madre en la religión judía, a los catorce años «se alejó, de modo consciente y explícito, de la oración». Quería contar sólo con sus propias fuerzas, preocupada por afirmar su libertad en las opciones de la vida. Al final de un largo camino, pudo llegar a una constatación sorprendente: sólo el que se une al amor de Cristo llega a ser verdaderamente libre.
La experiencia de esta mujer, que afrontó los desafíos de un siglo atormentado como el nuestro, es un ejemplo para nosotros: el mundo moderno muestra la puerta atractiva del permisivismo, ignorando la puerta estrecha del discernimiento y de la renuncia. Me dirijo especialmente a vosotros, jóvenes cristianos, en particular a los numerosos monaguillos que han venido durante estos días a Roma: Evitad concebir vuestra vida como una puerta abierta a todas las opciones. Escuchad la voz de vuestro corazón. No os quedéis en la superficie; id al fondo de las cosas. Y cuando llegue el momento, tened la valentía de decidiros. El Señor espera que pongáis vuestra libertad en sus manos misericordiosas.
6. Santa Teresa Benedicta de la Cruz llegó a comprender que el amor de Cristo y la libertad del hombre se entrecruzan, porque el amor y la verdad tienen una relación intrínseca. La búsqueda de la libertad y su traducción al amor no le parecieron opuestas; al contrario, comprendió que guardaban una relación directa.
En nuestro tiempo, la verdad se confunde a menudo con la opinión de la mayoría. Además, está difundida la convicción de que hay que servir a la verdad incluso contra el amor, o viceversa. Pero la verdad y el amor se necesitan recíprocamente. Sor Teresa Benedicta es testigo de ello. La «mártir por amor», que dio la vida por sus amigos, no permitió que nadie la superara en el amor. Al mismo tiempo, buscó con todo empeño la verdad, sobre la que escribió: «Ninguna obra espiritual viene al mundo sin grandes tribulaciones. Desafía siempre a todo el hombre».
Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos dice a todos: No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora.
7. La nueva santa nos enseña, por último, que el amor a Cristo pasa por el dolor. El que ama de verdad no se detiene ante la perspectiva del sufrimiento: acepta la comunión en el dolor con la persona amada.
Edith Stein, consciente de lo que implicaba su origen judío, dijo al respecto palabras elocuentes: «Bajo la cruz he comprendido el destino del pueblo de Dios. (...) En efecto, hoy conozco mucho mejor lo que significa ser la esposa del Señor con el signo de la cruz. Pero, puesto que es un misterio, no se comprenderá jamás con la sola razón».
El misterio de la cruz envolvió poco a poco toda su vida, hasta impulsarla a la entrega suprema. Como esposa en la cruz, sor Teresa Benedicta no sólo escribió páginas profundas sobre la «ciencia de la cruz»; también recorrió hasta el fin el camino de la escuela de la cruz. Muchos de nuestros contemporáneos quisieran silenciar la cruz, pero nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor.
Por la experiencia de la cruz, Edith Stein pudo abrirse camino hacia un nuevo encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La fe y la cruz fueron inseparables para ella. Al haberse formado en la escuela de la cruz, descubrió las raíces a las que estaba unido el árbol de su propia vida. Comprendió que era muy importante para ella «ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo, no sólo espiritualmente, sino también por un vínculo de sangre».
8. «Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en espíritu y verdad » (Jn 4, 24).
Amadísimos hermanos y hermanas, estas palabras las dirigió el divino Maestro a la samaritana junto al pozo de Jacob. Lo que donó a su ocasional pero atenta interlocutora lo encontramos presente también en la vida de Edith Stein, en su «subida al monte Carmelo». Ella percibió la profundidad del misterio divino en el silencio de la contemplación. A medida que, a lo largo de su existencia, iba madurando en el conocimiento de Dios, adorándolo en espíritu y verdad, experimentaba cada vez más claramente su vocación específica a subir a la cruz con Cristo, a abrazarla con serenidad y confianza, y a amarla siguiendo las huellas de su querido Esposo: hoy se nos presenta a santa Teresa Benedicta de la Cruz como modelo en el que tenemos que inspirarnos y como protectora a la que podemos recurrir.
Demos gracias a Dios por este don. Que la nueva santa sea para nosotros un ejemplo en nuestro compromiso al servicio de la libertad y en nuestra búsqueda de la verdad. Que su testimonio sirva para hacer cada vez más sólido el puente de la comprensión recíproca entre los judíos y los cristianos.
¡Tú, santa Teresa Benedicta de la Cruz, ruega por nosotros! Amén.

Juan Pablo II: Homilia sobre Maximiliano Kolbe


1. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Desde hoy la Iglesia quiere llamar «santo» a un hombre a quien le fue concedido cumplir de manera rigurosamente literal estas palabras del Redentor. Así fue. Hacia finales de julio de 1941, después que los prisioneros, destinados a morir de hambre, habían sido puestos en fila por orden del jefe del campo, este hombre, Maximiliano María Kolbe, se presentó espontáneamente, declarándose dispuesto a ir a la muerte en sustitución de uno de ellos. Esta disponibilidad fue aceptada, y al padre Maximiliano, después de dos semanas de tormentos a causa del hambre, le fue quitada la vida con una inyección mortal, el 14 de agosto de 1941. Todo esto sucedía en el campo de concentración de Auschwitz (Oswiecim), donde fueron asesinados durante la última guerra unos cuatro millones de personas, entre ellas la Sierva de Dios Edith Stein (la carmelita sor Teresa Benedicta de la Cruz), cuya causa de beatificación sigue su curso en la Congregación competente [fue canonizada por Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998]. La desobediencia al mandamiento de Dios creador de la vida: «No matarás», causó en ese lugar la inmensa hecatombe de tantos inocentes. En nuestros días, pues, nuestra época ha quedado así horriblemente marcada por el exterminio del hombre inocente.
2. El padre Maximiliano Kolbe, prisionero del campo de concentración, reivindicó, en el lugar de la muerte, el derecho a la vida de un hombre inocente, uno de los cuatro millones. Este hombre (Franciszek Gajowniczek) vive todavía y está aquí presente entre nosotros. El padre Kolbe reivindicó su derecho a la vida, declarando la disponibilidad de ir él mismo a la muerte en su lugar, ya que ese hombre era un padre de familia y su vida era necesaria para sus seres queridos. De este modo, el padre Maximiliano María Kolbe reafirmó así el derecho exclusivo del Creador sobre la vida del hombre inocente y dio testimonio de Cristo y del amor. Así, escribe, en efecto, el Apóstol Juan: «En esto hemos conocido la caridad: en que Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).
El padre Maximiliano, al que la Iglesia venera ya como «Beato» desde 1971, al dar su vida por un hermano, se asemeja a Cristo de manera particular.
3. Reunidos aquí hoy, domingo 10 de octubre, ante la basílica de San Pedro en Roma, nosotros queremos poner de relieve el valor especial que a los ojos de Dios tiene la muerte por martirio del padre Maximiliano Kolbe: «Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos» (Salmo 115 [116],15). Así hemos repetido en el Salmo responsorial. ¡Verdaderamente es preciosa e inestimable! Mediante la muerte de Cristo en la cruz se realizó la redención del mundo, ya que esta muerte tiene el valor del amor supremo. Mediante la muerte del padre Maximiliano Kolbe, un límpido signo de tal amor se ha renovado en nuestro siglo, que en tan alto grado y de tantos modos está amenazado por el pecado y la muerte.
Parece como si en esta liturgia solemne de la canonización se presentara entre nosotros aquel «mártir del amor» de Oswiecim (como lo llamó Pablo VI), diciendo: «Yo soy tu siervo, Señor, siervo tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas» (Salmo 115 [116],16).
Y, como recogiendo en uno sólo el sacrificio de toda su vida, él, sacerdote e hijo espiritual de San Francisco, parece decir: «¿Qué podré yo dar al Señor por todos los beneficios que me ha hecho? Alzaré el cáliz de salvación, invocando tu nombre, Señor» (Salmo 115 [116], 12s).
Estas palabras son palabras de gratitud. La muerte sufrida por amor, en lugar del hermano, es un acto heroico del hombre, mediante el cual, junto al nuevo Santo, glorificamos a Dios. De Él, en efecto, proviene la gracia de semejante heroísmo, la gracia de este martirio.

4. Glorifiquemos, por tanto, hoy las grandes obras de Dios en el hombre. Ante todos nosotros, reunidos aquí, el padre Maximiliano Kolbe levanta «el cáliz de la salvación», en el que está recogido el sacrificio de toda su vida, sellada con la muerte de mártir «por un hermano».
Maximiliano se preparó a este sacrificio definitivo siguiendo a Cristo desde los primeros años de su vida en Polonia. De aquellos años data el sueño arcano de dos coronas: una blanca y otra roja, entre las que nuestro santo no elige, sino que acepta las dos. Desde los años de su juventud estaba invadido por un gran amor a Cristo y por el deseo del martirio.
Este amor y este deseo lo acompañaron en el camino de su vocación franciscana y sacerdotal, para la que se preparó en Polonia y en Roma. Este amor y este deseo lo siguieron a través de todos los lugares de su servicio sacerdotal y franciscano en Polonia, y en su servicio misionero en Japón.
5. La inspiración de toda su vida fue la Inmaculada, a la que confiaba su amor por Cristo y su deseo del martirio. En el misterio de la Inmaculada Concepción se desvelaba a los ojos de su alma aquel mundo maravilloso y sobrenatural de la gracia de Dios ofrecida al hombre. La fe y las obras de toda la vida del padre Maximiliano indican que entendía su colaboración con la gracia como una milicia bajo el signo de la Inmaculada Concepción. La característica mariana es particularmente expresiva en la vida y en la santidad del padre Kolbe. Con esta señal quedó marcado todo su apostolado, tanto en su patria como en las misiones. En Polonia y en Japón fueron centro de este apostolado las especiales ciudades de la Inmaculada («Niepokalonów», polaco, «Mugenzai no Sono», japonés).
6. ¿Qué sucedió en el búnker del hambre del campo de concentración de Oswiecim (Auschwitz), el 14 de agosto de 1941?
A esta pregunta responde la liturgia de hoy: «Dios probó» a Maximiliano María «y lo encontró digno de sí» (cf. Sab 3,5). Lo probó «como oro en el crisol y le agradó como un holocausto» (cf. Sab 3,6).
Aunque «a los ojos de los hombres padecía un castigo», sin embargo, «su esperanza estaba llena de inmortalidad», ya que «las almas de los justos están en las manos de Dios y no les tocará tormento alguno». Y cuando, humanamente hablando, les llega el tormento de la muerte, cuando «a los ojos de los hombres parece que mueren...», cuando «su partida de este mundo es considerada por nosotros como una desgracia...», «ellos están en paz»: tienen su vida y su gloria «en las manos de Dios» (cf. Sab 3,1-4).
Semejante vida es fruto de la muerte a la manera de la muerte de Cristo. La gloria es la participación en su resurrección.
¿Qué sucedió, pues, en el búnker del hambre, el día 14 de agosto de 1941?
Se cumplieron las palabras de Cristo a los Apóstoles, al «enviarlos a dar fruto y un fruto que permaneciese» (Jn 15,16).
El fruto de la muerte heroica de Maximiliano Kolbe perdura de modo admirable en la Iglesia y en el mundo.
7. Los hombres miraban lo que sucedía en el campo de «Auschwitz» (Oswiecim). Y, aunque a sus ojos les parecía que «moría» un compañero de su tormento, aunque humanamente podían considerar su «partida de este mundo» como «una desgracia», sin embargo, en su conciencia ésta no era simplemente «la muerte».
Maximiliano no murió, «dio la vida... por el hermano».
En esta muerte, terrible desde el punto de vista humano, estaba toda la definitiva grandeza del acto y de la opción humanas: voluntariamente se ofreció a la muerte por amor.
En esta su muerte humana había un testimonio transparente de Cristo: el testimonio dado en Cristo a la dignidad del hombre, a la santidad de su vida y a la fuerza salvadora de la muerte, en la que se manifiesta la fuerza del amor.
Por esto, la muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió en un signo de victoria. La victoria conseguida sobre todo el sistema de desprecio y odio hacia el hombre y hacia lo que de divino existe en el hombre; victoria semejante a la conseguida por nuestro Señor Jesucristo en el calvario.
«Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14).
8. La Iglesia acepta este signo de victoria, conseguida mediante el poder de la redención de Cristo, con veneración y con gratitud. Intenta leer su elocuencia con toda humildad y amor.
Como sucede siempre que proclama la santidad de sus hijos e hijas, también en este caso intenta obrar con toda la precisión y responsabilidad debidas, penetrando en todos los aspectos de la vida y muerte del Siervo de Dios.
Sin embargo, la Iglesia, al mismo tiempo, ha de estar atenta, leyendo el signo de santidad dado por Dios en su Siervo aquí en la tierra, a no dejar pasar su plena elocuencia y su significado definitivo.
Por eso, al juzgar la causa del Beato Maximiliano Kolbe –a partir de su beatificación–, se tomaron en consideración las diferentes voces del Pueblo de Dios, y, sobre todo, de nuestros hermanos en el Episcopado, tanto de Polonia como de Alemania, que pedían proclamar Santo a Maximiliano Kolbe como mártir.
Ante la elocuencia de la vida y la muerte del Beato Maximiliano, no puede dejar de reconocerse lo que parece constituye el contenido principal y esencial del signo dado por Dios a la Iglesia y al mundo con su muerte.
¿No constituye esta muerte, afrontada espontáneamente, por amor al hombre, un cumplimiento especial de las palabras de Cristo?
¿No hace esta muerte a Maximiliano, de modo especial, semejante a Cristo, modelo de todos los mártires, que ofreció su propia vida en la cruz por los hermanos?
¿No tiene una muerte semejante una especial y penetrante elocuencia precisamente para nuestra época?
¿No constituye un testimonio de especial autenticidad de la Iglesia en el mundo contemporáneo?
9. Por todo esto, en virtud de mi autoridad apostólica, he decretado que Maximiliano María Kolbe, que después de la beatificación era venerado como confesor, sea venerado en lo sucesivo también como mártir.
«Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos».
Amén.