domingo, 24 de junio de 2012

SAN JUAN BAUTISTA HOMILIA DE JUAN PABLO II



HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 10 de diciembre de 2000


1. "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos" (Lc 3, 4). Con estas palabras se dirige hoy a nosotros Juan el Bautista. Su figura ascética encarna, en cierto sentido, el significado de este tiempo de espera y de preparación para la venida del Señor. En el desierto de Judá proclama que ya ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas y el reino de Dios está cerca. Por eso, es preciso abandonar con urgencia las sendas del pecado y creer en el Evangelio (cf. Mc 1, 15).

¿Qué figura podía ser más adecuada que la de Juan Bautista para vuestro jubileo, amadísimos catequistas y profesores de religión católica? A todos vosotros, que habéis venido desde diversos países, en representación de numerosas Iglesias particulares, dirijo mi afectuoso saludo. Agradezco al señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el clero, y a vuestros dos representantes, las amables palabras que, al comienzo de esta celebración, me han dirigido en nombre de todos vosotros.

2. En el Bautista encontráis hoy los rasgos fundamentales de vuestro servicio eclesial. Al confrontaros con él, os sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús.

Como Juan Bautista, también el catequista está llamado a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como misión invitar a fijar la mirada en Jesús y a seguirlo, porque sólo él es el Maestro, el Señor, el Salvador. Como el Precursor, el catequista no debe enaltecerse a sí mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a él:  a su venida, a su presencia y a su misterio.

El catequista debe ser voz que remite a la Palabra, amigo que guía hacia el Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en cierto sentido, indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre un mediador, que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias al Señor por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-, de quien se siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora del misterio cristiano?
3. Vuestra labor, queridos catequistas y profesores de religión, es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a Cristo y a la Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de quienes, por oficio o por mandato, son responsables de la catequesis y de la predicación respuestas no subjetivas, sino conformes al Magisterio constante de la Iglesia y a la fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos han sido constituidos maestros y vivida de modo ejemplar por los santos.

A este propósito, quisiera recordar aquí la importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. Él, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe (cf. ib., p. 3).
Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y de su Evangelio. En efecto, creer en él significa seguirlo. Por eso debemos ir a la escuela de los Apóstoles, de los confesores de la fe, de los santos y de las santas de todos los tiempos, que han contribuido a difundir y hacer amar el nombre de Cristo, mediante el testimonio de una vida entregada generosa y gozosamente por él y por los hermanos.

4. A este respecto, el pasaje evangélico de hoy nos invita a un esmerado examen de conciencia. San Lucas habla de "allanar los senderos", "elevar los valles", "abajar los montes y colinas", para que todo hombre vea la salvación de Dios (cf. Lc 3, 4-6). Esos "valles que deben elevarse" nos hacen pensar en la separación, que se constata en algunos, entre la fe que profesan y la vida que viven diariamente:  el Concilio consideró esta separación como "uno de los errores más graves de nuestro tiempo" (Gaudium et spes, 43).

Los "senderos que deben allanarse" evocan, además, la condición de algunos creyentes que, del patrimonio integral e inmutable de la fe, cortan elementos subjetivamente elegidos, tal vez a la luz de la mentalidad dominante, y se alejan del camino recto de la espiritualidad evangélica para tener como referencia vagos valores inspirados en un moralismo convencional e irenista. En realidad, aun viviendo en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, el cristiano no puede menos de sentir la urgencia del mandato misionero que impulsó a san Pablo a exclamar:  "¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!" (1 Co 9, 16). En todas las circunstancias, en todos los ambientes, favorables o desfavorables, hay que proponer con valentía el evangelio de Cristo, anuncio de felicidad para todas las personas, de cualquier edad, condición, cultura y nación.

5. La Iglesia, consciente de ello, en los últimos decenios ha puesto mayor empeño aún en la renovación de la catequesis según las enseñanzas y el espíritu del concilio Vaticano II. Basta mencionar aquí algunas importantes iniciativas eclesiales, entre las que figuran las Asambleas del Sínodo de los obispos, especialmente la de 1974 dedicada a la evangelización; y también los diversos documentos de la Santa Sede y de los Episcopados, editados durante estos decenios. Un lugar especial ocupa, naturalmente, el Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, al que siguió, hace tres años, una nueva redacción del Directorio general para la catequesis. Esta abundancia de acontecimientos y documentos testimonia la solicitud de la Iglesia que, al entrar en el tercer milenio, se siente impulsada por el Señor a comprometerse con renovado impulso en el anuncio del mensaje evangélico.

6. La misión catequística de la Iglesia tiene ante sí importantes objetivos. Los Episcopados están preparando los catecismos nacionales, que, a la luz del Catecismo de la Iglesia católica, presentarán la síntesis orgánica de la fe de modo adecuado a las "diferencias de culturas, de edades, de la vida espiritual, de situaciones sociales y eclesiales de aquellos a quienes se dirige la catequesis" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 24). Un anhelo sube del corazón y se convierte en oración:  que el mensaje cristiano, íntegro y universal, impregne todos los ámbitos y niveles de cultura y de responsabilidad social. Y que, en particular, según una gloriosa tradición, se traduzca en el lenguaje del arte y de la comunicación social, para que llegue a los ambientes humanos más diversos.

En este momento solemne, con gran afecto os animo a vosotros, comprometidos en las diversas modalidades catequísticas:  desde la catequesis parroquial, que, en cierto sentido, es levadura de todas las demás, hasta la catequesis familiar y la que se imparte en las escuelas católicas, en las asociaciones, en los movimientos y en las nuevas comunidades eclesiales. La experiencia enseña que la calidad de la acción catequística depende en gran medida de la presencia pastoralmente solícita y afectuosa de los sacerdotes. Queridos presbíteros, en particular vosotros, queridos párrocos, que no falte vuestra diligente laboriosidad en los itinerarios de iniciación cristiana y en la formación de los catequistas. Estad cerca de ellos, acompañadlos. Es un servicio muy importante que la Iglesia os pide.

7. "Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio" (Flp 1, 4-5). Amadísimos hermanos y hermanas, de buen grado hago mías las palabras del apóstol san Pablo, que la liturgia de hoy vuelve a proponer, y os digo:  vosotros, catequistas de todas las edades y condiciones, estáis siempre presentes en mis oraciones, y el recuerdo de vosotros, comprometidos en la difusión del Evangelio en todo el mundo y en todas las situaciones sociales, es para mí motivo de consuelo y esperanza. Junto con vosotros deseo hoy rendir homenaje a vuestros numerosos compañeros que han pagado con todo tipo de sufrimientos, y a menudo también con la vida, su fidelidad al Evangelio y a las comunidades a las que fueron enviados. Quiera Dios que su ejemplo sea estímulo y aliento para cada uno de vosotros.

"Todos verán la salvación de Dios" (Lc 3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza, celebrando el jubileo del bimilenario de la Encarnación. Ojalá que todos vean en Cristo la salvación de Dios. Para eso, deben encontrarlo, conocerlo y seguirlo. Queridos hermanos, esta es la misión de la Iglesia; esta es vuestra misión. El Papa os dice¡Id! Como el Bautista, preparad el camino del Señor que viene.

Os guíe y asista María santísima, la Virgen del Adviento, la Estrella de la nueva evangelización. Sed dóciles, como ella, a la palabra divina, y que su Magníficat os impulse a la alabanza y a la valentía profética. Así, también gracias a vosotros, se realizarán las palabras del Evangelio:  "Todos verán la salvación de Dios".

¡Alabado sea Jesucristo!

sábado, 16 de junio de 2012

JUAN PABLO II Y PADRE PIO, HISTORIA DE UNA AMISTAD


Hay hechos que nos llevan a pensar que Karol Wojtyla tuvo la suerte de poder ‘comprobar’ personalmente que Padre Pío era verdaderamente un hombre de Dios.

Sabemos que el futuro Papa conoció a Padre Pío en el verano de 1947. Karol Wojtyla era entonces sacerdote desde hacía ocho meses. Estudiaba en Roma. Estaba muy interesado en la teología mística. Era por lo tanto un apasionado de las obras de Santa Teresa de Avila y de San Juan de la Cruz.
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Enviado a Roma para especializarse en teología, eligió para la tesis un argumento que lo llevaba a su pasión: La doctrina de la fe según San Juan de la Cruz. Y, mientras estudiaba en la ciudad eterna, supo que en la región de Puglia vivía un fraile que tenía en su cuerpo los estigmas, la típica señal mística, y decidió ir a verlo.
Al acabar el año escolástico 1946-47, Karol Wojtyla salió para San Giovanni Rotondo, donde encontró a Padre Pío.  Como es sabido, Padre Pío ‘veía’ el futuro. Entre las personas que testimoniaron durante el proceso de su beatificación, muchos han afirmado que poseía extraordinarias y verdaderas dotes de previsión. Su biografía está llena de episodios donde indica cómo iban a acabar los asuntos bélicos, o los sucesos referidos a sus interlocutores. ¿Qué le habrá dicho al joven Wojtyla?
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En los días de su elección como Pontífice, en octubre de 1978, en Roma circulaban voces curiosas sobre aquel lejano encuentro con Padre Pío. Se decía que el fraile de los estigmas le predijo entonces que se convertiría en Papa. Recuerdo que un anciano sacerdote polaco me explicó aquellos días en Roma, que Karol Wojtyla en su juventud aludía a menudo a aquella profecía, y lo hacía bromeando, considerándola como una cosa imposible. Pero después de haberse convertido en arzobispo de Cracovia, y de haber sido nombrado cardenal, ya no habló más de ello, como si hubiera empezado a pensar que la profecía se iba a cumplir.
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En mayo de 1981 tuvo lugar el famoso atentado a Juan Pablo II en la Plaza San Pedro. Y en aquella ocasión retornaron las voces de las previsiones proféticas de Padre Pío a Karol Wojtyla. Se decía que el religioso de San Giovanni Rotondo, en 1947, junto a la elección como Pontífice, también le predijo a Wojtyla el atentado. “Veo tu vestido blanco manchado de sangre”, le habría dicho. Pero tampoco de esto ha habido confirmaciones y quizás se trata sólo de pías leyendas. Queda el hecho de que Karol Wojtyla no olvidó nunca el encuentro con Padre Pío de 1947, y demostró siempre que tenía por aquel religioso la más gran consideración.

Una prueba inconfundible de esta incondicional estima la dio en 1962. Wojtyla era entonces un joven obispo. Estaba en Roma por el Concilio Vaticano II. Padre Pío, en aquel periodo estaba en el centro de las polémicas. Sus encarnizados detractores estaban interfiriendo contra él con acusaciones y calumnias. El Padre acababa de ser objeto de una ‘Visita apostólica’, ordenada por el Santo Oficio, al final de la cual se habían tomado severas medidas disciplinarias contra él.
Mientras estaba en Roma, Wojtyla recibió una carta de Cracovia donde se le informaba que a una de sus colaboradoras, la doctora Wanda Poltawska, médica psiquiatra, con la que había trabajado mucho en el sector de la familia, se le había diagnosticado un tumor. Los médicos habían decidido operarla, pero no tenía muchas esperanzas.
Wojtyla sintió un gran dolor. No sólo porque conocía bien a aquella mujer, sino porque la doctora Poltawska era joven y tenía cuatro niñas pequeñas. ¿La medicina no podía hacer nada? Y Wojtyla pensó en Padre Pío. Le escribió una carta explicándole el caso y pidiéndole que rezara por ella.
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Hay un detalle muy significativo ligado a aquella carta, que me fue explicado por la persona que llevó la carta a Padre Pío, Angelo Battisti, que era un empleado de la Secretaría de Estado del Vaticano y a la vez era administrador de la ‘Casa Sollievo della Sofferenza’, el hospital fundado por Padre Pío. La carta escrita a mano por Wojtyla fue entregada a Battisti con el encargo de llevarla a Padre Pío. Battisti fue inmediatamente a San Giovanni Rotondo. Llegó al convento y fue a la celda del Padre y lo encontró sentado en una butaca, sumergido en la oración.
“Le entregué la carta -me explicó Battisti-, y Padre Pío me dijo que la abriera y la leyera. La carta, con fecha del 17 de noviembre, estaba escrita a mano en latín y decía: «Venerable padre, te pido que reces por una madre de cuatro niñas, que vive en Cracovia, en Polonia, (durante la última guerra estuvo cinco años en un campo de concentración alemán) y ahora se encuentra en grave estado de salud, su vida corre peligro a causa del cáncer. Reza para que Dios, con la intervención de la beata Virgen, muestre misericordia por ella y por su familia. En Cristo. Karol Wojtyla».

Padre Pío escuchó mi lectura con la cabeza doblada sobre el estómago. Cuando acabé, se quedó en silencio, después se dirigió hacia mí y dijo que no podía decir que no”.

Battisti, que sabía el valor profético de las palabras de Padre Pío, se quedó sorprendido. ¿Quién era ese Karol Wojtyla del que Padre Pío había dicho: “A éste no se le puede decir que no”? Cuando volvió al Vaticano pidió información pero nadie sabía quién era el joven obispo polaco.

Once días después, Battisti tuvo que volver otra vez a San Giovanni Rotondo con una nueva carta de Karol Wojtyla. También en esta ocasión encontró a Padre Pío en su celda rezando. Le dio la carta y Padre Pío dijo: “Abrela y lee”. Al igual que la precedente estaba escrita a mano y en latín. Decía: “Reverendo padre, la mujer que vive en Cracovia, madre de cuatro niñas, el día 21 de noviembre, antes de la operación, se curó repentinamente. Demos gracias a Dios. Y también a ti, padre venerable, te lo agradezco con todo mi corazón, en nombre de la propia mujer, de su marido y de toda su familia. En Cristo, Karol Wojtyla, Obispo capitular de Cracovia”. Y esta vez, después de haber escuchado la lectura de la carta, Padre Pío dijo: “Angiolino, guarda estas dos cartas que pueden ser útiles en el futuro”. De hecho, son el extraordinario documento de un milagro sorprendente del que fue testimonio directo un obispo que después se convirtió en Papa.

La admiración y la estima por Padre Pío crecieron en Karol Wojtyla. Después de la muerte del religioso, fue uno de los primeros que enviaron cartas a Roma para pedir la apertura de la causa de beatificación. Padre Pío murió en septiembre de 1968. Un año después, en noviembre de 1969, se iniciaron las prácticas para abrir el proceso de beatificación. En 1972 los frailes capuchinos pidieron a muchos obispos una ‘carta postulatoria’, para enviar a Roma y solicitar la causa. Muchos obispos respondieron, y lo hicieron por su propia cuenta, pero Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, implicó a todo el episcopado polaco, enviando a Roma un escrito oficial de la Conferencia Episcopal Polaca, donde se leía que “todos los obispos firmantes, arzobispos y cardenales, están convencidos de la santidad y de la especial misión de Padre Pío, algunos por haberlo visto con los propios ojos, otros por haberlo conocido a través de las palabras de quien lo escuchaba y escribía sobre él”. Y aquella carta, expresión de la entera Iglesia polaca, tenía una importancia especial.

En 1974, Karol Wojtyla, ya cardenal, fue a Italia y quiso ir a San Giovanni Rotondo. Celebró Misa en la iglesia de los Capuchinos y durante el sermón dijo que “tenía todavía en los ojos, al cabo de tantos años, la imagen de Padre Pío, su presencia, la santa misa por él celebrada en el altar lateral, el confesionario donde todavía oía sus palabras”. Y dijo también que “era impresionante, profundo, poder celebrar junto a la tumba del venerado padre, porque siempre, durante toda su vida, no hizo nada más que predicar la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo”.

Ya de Papa, Wojtyla no dejó nunca, cuando se presentaba la ocasión, de expresar con franqueza la propia devoción por Padre Pío. Un día, dirigiéndose a los componentes de un ‘Grupo de Oración’, dijo: “Moveros, si queréis que Padre Pío suba pronto a los altares”.

El 13 de octubre de 1979, recibió en audiencia en el Vaticano a los monaguillos del Seminario romano mayor. Uno recordó a Padre Pío y el Papa respondió con tono de orgullo: “Yo también estuve dos veces en San Giovanni Rotondo”.

Visitando una parroquia de Roma encontró a un joven salesiano y le preguntó: “¿Usted es sacerdote?”. “No, Santidad, soy un monaguillo de Foggia y le traigo recuerdos de los componentes de los ‘Grupos de oración de Padre Pío’ de aquella ciudad”. Y el Papa, estrechando la mano de aquel joven, dijo: “¡Ah, Padre Pío! Bien, ¡entonces vosotros me ayudaréis!”.
La señora Elena Caffaro, de Roma, una tarde formó parte del grupo de personas admitidas a rezar el Rosario con el Papa, en ocasión del primer sábado del mes, ceremonia que se transmitía en directo por Radio Vaticana. Al final del rosario, la señora fue a saludar al Papa y le dijo: “Santidad, acuérdese de Padre Pío”. El santo Padre respondió: “Yo le rezo siempre a Padre Pío, todos los días”.

Carlo Campanini, un popular cómico que era muy devoto de Padre Pío, me explicó que en 1981 asistió a la misa del Santo Padre en su Capilla privada. Después de la misa estuvo con el Pontífice y le mostró algunas fotografías donde estaba con Padre Pío. El Papa mostró mucho interés y dijo al actor: “Rece para que Padre Pío suba pronto a los altares”.
Monseñor Paolo Carta, que había sido obispo de Foggia, en un encuentro con Juan Pablo II, le dijo: “Soy testimonio de la Santidad de Padre Pío”. El Papa le contestó: “Ah, Padre Pío, que hombre de Dios. Una vez yo también fui a verlo y me confesó”.
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En 1987, cuando el proceso estaba en pleno desarrollo pero iba lentamente, Juan Pablo II fue de visita a San Giovanni Rotondo. Le siguieron muchos periodistas y cámaras de televisión que recogían todos sus movimientos. Quiso ir a rezar a la cripta de la iglesia de los Frailes Capuchinos, a pesar de saber que lo iban a filmar, no dudó ni un momento en arrodillarse delante de la tumba de Padre Pío y quedarse algunos minutos en un profundo recogimiento.
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Padre Pío ahora es santo. Papa Wojtyla celebró la última solemne ceremonia de su investidura oficial a la santidad el  16 de junio del 2002. Y lo hizo con un gran cansancio físico, porque ahora es él el estigmatizado. El sufrimiento se ha alojado en todas las fibras de su cuerpo. Era un atleta, un hombre ágil, y ahora se mueve con mucha dificultad, con muchos dolores en todo su cuerpo. Pero la mirada es clara y serena. Porque sabe que el propio sufrimiento, como el de Padre Pío, ligado a la Pasión de Cristo, son la aurora que precede al sol de la Resurrección.

miércoles, 6 de junio de 2012

Beata Petkovic Beatificada por el Papa Juan Pablo II

  BEATA MARÍA DE JESÚS CRUCIFICADO PETKOVIC
(1892-1966)
Fundadora de las Hijas de la Misericordia

La madre María de Jesús Crucificado nació en Croacia y murió en Roma. De joven ingresó en la Tercera Orden Secular de San Francisco, y con la Regla y la espiritualidad franciscana fundó la Congregación de las Hijas de la Misericordia para la educación de la juventud femenina.
Nació el 10 de diciembre de 1892 en Blato, en la isla de Korcula (Croacia). Era la sexta de los ocho hijos de Antonio y María Petkovic. Sus padres llevaban una vida ejemplar y educaron cristianamente a todos sus hijos. Muy pronto María mostró su inclinación a la piedad y a la misericordia. Al ver los sufrimientos, el hambre y las penurias de la gente, decidió esforzarse por proteger a los pobres, «hermanos elegidos y amados por el Señor», como solía llamarlos.
El 8 de septiembre de 1906, día de la Natividad de la Santísima Virgen, con ocasión de la visita pastoral del obispo, María entró a formar parte de la asociación de Hijas de María, de la que fue secretaria y luego presidenta. Leyendo las palabras de Jesús al joven rico, el 21 de noviembre sucesivo, sintió la vocación a entregarse totalmente a Cristo. Desde ese momento renovó cada día su promesa de amor al Señor. Luego entró a formar parte de la Tercera Orden Secular de San Francisco y cuando Dios le inspiró dar vida a un instituto religioso femenino quiso darle la Regla y la espiritualidad franciscana.
Impulsada por su vivo deseo de ayudar a los necesitados, y siguiendo las orientaciones del obispo de Dubrovnik, monseñor Josip Marcelic, en el día de la Anunciación del año 1919 fundó la congregación de Hijas de la Misericordia, para «la educación e instrucción de la juventud femenina». El mismo obispo, en 1928, la erigió canónicamente como instituto de derecho diocesano. Al inicio la madre Petkovic dudaba entre la clausura y la actividad apostólica, pero optó por esta última, inspirada por las palabras de san Francisco: «No vivir sólo para sí mismo, sino también para el bien del prójimo».
El 6 de diciembre de 1956 la congregación llegó a ser de derecho pontificio y fueron aprobadas sus Constituciones.
La madre María de Jesús Crucificado Petkovic trató de transmitir a sus religiosas la profunda devoción que sentía desde niña hacia Jesucristo crucificado. En una carta, escrita el 31 de agosto de 1953, a todas las Hijas de la Misericordia, las invitaba a «seguir a Cristo, escuchar a Cristo, humillarse en Cristo, sufrir silenciosamente en Cristo, arder en Cristo, perdonar en Cristo, amar en Cristo, sacrificarse en Cristo (...). Para quien ama al dulcísimo Jesucristo, nuestro Señor, será dulce incluso la palabra "sufrir" por amor a él. Sufrir, porque no hay verdadero amor sin sacrificios y sufrimientos por la persona amada. Cristo con la cruz y el sufrimiento ha salvado al mundo entero».
Era una mujer fuerte en las adversidades, tierna en sus afectos, pero sobre todo profundamente enamorada de Jesús crucificado, al que dedicó toda su vida y su obra. Sintió durante toda su existencia esta constante presencia del Crucificado. Lo tenía siempre ante sus ojos, y en su corazón, por eso afloraba continuamente a sus labios. Las principales virtudes que practicó y recomendó eran las que brillaban en Cristo crucificado: la pobreza, la humildad, la abnegación, hasta el sacrificio total de sí por el prójimo, sintetizado en una palabra: amor.
La madre Petkovic experimentaba una grandísima alegría en su servicio a los pobres, marginados y despreciados, porque reconocía en ellos el rostro de Jesús doliente. Por eso, nunca se cansaba de exhortar a las hermanas a que mostraran con su conducta y sus sacrificios que en ellas se había encarnado el amor, la bondad y la misericordia de Dios.
Sacaba su fuerza espiritual de la oración. Su vida se puede resumir en dos palabras: «Oración y apostolado». Desde el inicio, la oración constituyó el alma y el gran dinamismo de su amplia actividad. El «estar» con el Señor plasmaba el «ir» a los hermanos. La unión íntima con Dios se prolongaba en la comunión con el prójimo.
Sentía un profundo aprecio por las directrices y los consejos de los pastores de la Iglesia, ante los cuales siempre se manifestó muy dócil y obediente. En especial seguía con fidelidad las indicaciones del obispo y del Romano Pontífice. En una carta circular explica a sus religiosas el significado de la Regla y de las Constituciones: «Son la palabra y la ley de nuestro Señor... La Regla santa, el libro de la vida, el camino de la cruz, la llave y el vínculo de la amistad eterna».
La fama de santidad, de la que gozó durante su vida, se confirmó también después de su muerte, acontecida en Roma el 9 de julio de 1966.
Las Hijas de la Misericordia cuentan hoy (2003) con 429 religiosas, que trabajan en doce países de Europa y América. Se dedican a la educación de los niños y la juventud, a la asistencia a las personas ancianas y enfermas, y al apostolado parroquial.
Fue beatificada en Dubrovnik (Croacia) por Juan Pablo II el 6 de junio de 2003, siendo la primera mujer de la Iglesia croata beatificada en los tiempos recientes.
[L´Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 13-VI-03]

domingo, 3 de junio de 2012

Juan Pablo II: Santísima Trinidad


Mensaje de S.S. Juan Pablo II por la solemnidad de la Santísima Trinidad

29 de mayo de 1994
Queridos hermanos y hermanas:
1. Doy gracias al Señor, que me concede encontrarme nuevamente con vosotros aquí, en mi lugar habitual de trabajo, después de algunas semanas de hospitalización.
Quisiera aprovechar esta circunstancia para manifestar nuevamente mi agradecimiento a cuantos han estado a mi lado con constante solicitud durante los días pasados: a los médicos, a los profesores, a los enfermeros, a las religiosas y a todo el personal del hospital policlínico Agostino Gemelli y del Vaticano. Mi gratitud va también a muchísimas personas que, de diversos modos, me han testimoniado su solidaridad desde Roma, desde Italia y desde todos los continentes, asegurándome su constante recuerdo en la oración. Doy las gracias de corazón a todos y a cada uno.
2. Hoy se celebra la solemnidad litúrgica de la santísima Trinidad, que propone a nuestra contemplación el misterio de Dios, como Cristo nos lo reveló. Misterio grande, que supera nuestra mente, pero que habla profundamente a nuestro corazón, porque en su esencia es una explicitación de la densa expresión de san Juan: Dios es amor.
Precisamente porque es amor, Dios no es un ser solitario, y, siendo uno y único en su naturaleza, vive en la recíproca inhabitación de tres personas divinas. En efecto, el amor es esencialmente entrega. Dios, siendo amor infinito, es Padre que se entrega completamente en la generación del Hijo, y con él mantiene un diálogo eterno de amor en el Espíritu Santo, vínculo personal de su unidad.
¡Qué gran misterio! Me agrada indicarlo sobre todo a las familias, en este año dedicado especialmente a ellas.
En la Trinidad se puede entrever el modelo originario de la familia humana. Como he escrito en la Carta a las familias, el Nosotros divino constituye el modelo eterno del específico nosotros humano formado por un hombre y una mujer que se entregan recíprocamente en una comunión indisoluble y abierta a la vida (cf. n. 6).
3. Queridos hermanos y hermanas, el próximo domingo, con ocasión de la fiesta de Corpus Christi, la Iglesia italiana se reunirá espiritualmente en Siena, para la conclusión del Congreso eucarístico nacional, que se está celebrando durante esta semana. Es una etapa importantísima de la gran oración de Italia y por Italia. En la Eucaristía la Iglesia reconoce la fuente y el culmen de su vida. En ella revive el sacrificio redentor de Cristo y se alimenta de su cuerpo. De ella aprende el espíritu de servicio y de comunión que necesita para ser sacramento de unidad de los hombres con Dios y con los hermanos (cf. Lumen gentium, 1). Ojalá que los católicos italianos vivan profundamente este momento, tomando de él inspiración y fuerza para su vida eclesial y su testimonio social. La santísima Virgen María ayude a cada uno a prepararse dignamente para esta cita eclesial tan singular y providencial.
4. Por último, con especial afecto queremos dirigir nuestra mirada precisamente a María, ahora que estamos llegando al final de este mes mariano, durante el cual hemos elevado hacia su corazón materno los deseos, las invocaciones y las lágrimas de toda la humanidad. María, madre misericordiosa, acoja las súplicas de la comunidad cristiana. Bendiga, sobre todo, a los jóvenes y a las familias, y les obtenga a todos, especialmente a las naciones que, por desgracia, están aún en guerra, el don inestimable de la concordia y de la paz.
Por medio de María quisiera expresar hoy mi gratitud por este don del sufrimiento asociado nuevamente al mes mariano de mayo. Quiero agradecer este don. He comprendido que es un don necesario. El Papa debía estar en el hospital policlínico Gemelli; debía estar ausente de esta ventana durante cuatro semanas, cuatro domingos; del mismo modo que sufrió hace trece años, debía sufrir también este año.
He meditado, he vuelto a pensar en todo esto durante mi hospitalización. Y he reencontrado a mi lado la gran figura del cardenal Wyszynski, primado de Polonia, de cuyo fallecimiento se cumplió ayer el decimotercer aniversario. Al comienzo de mi pontificado, me dijo: Si el Señor te ha llamado, debes llevar a la Iglesia hasta el tercer milenio. Él mismo llevó a la Iglesia en Polonia hacia su segundo milenio cristiano.
Así me habló el cardenal Wyszynski. Y he comprendido que debo llevar a la Iglesia de Cristo hasta este tercer milenio con la oración, con diversas iniciativas, pero he visto que no basta: necesitaba llevarla con el sufrimiento, con el atentado de hace trece años y con este nuevo sacrificio. ¿Por qué ahora? ¿Por qué este año? ¿Por qué este año de la familia? Precisamente porque se amenaza la familia, porque se la ataca. El Papa debe ser atacado, el Papa debe sufrir, para que todas las familias y el mundo entero vean que hay un evangelio --podría decir-- superior: el evangelio del sufrimiento, con el que hay que preparar el futuro, el tercer milenio de las familias, de todas las familias y de cada familia.
Quería añadir estar reflexiones en mi primer encuentro con vosotros, queridos romanos y peregrinos, al final de este mes mariano, porque debo este don del sufrimiento a la santísima Virgen, y se lo agradezco. Comprendo que era importante tener este argumento ante los poderosos del mundo. Tengo que encontrarme con los poderosos del mundo y tengo que hablar. ¿Con cuáles argumentos? Me queda este argumento del sufrimiento. Y quisiera decirles: comprended, comprended por qué el Papa ha estado nuevamente en el hospital, por qué ha sufrido nuevamente, comprendedlo, pensad una vez más en ello.
Queridos hermanos, os agradezco vuestra atención, os agradezco esta comunidad de oración, en la que podemos rezar nuevamente el Angelus Domini.