Mensaje de S.S. Juan Pablo II por la solemnidad de la Santísima Trinidad
29 de mayo de 1994
Queridos hermanos y hermanas:
1. Doy gracias al Señor, que me concede
encontrarme nuevamente con vosotros aquí, en mi lugar habitual de
trabajo, después de algunas semanas de hospitalización.
Quisiera aprovechar esta circunstancia para
manifestar nuevamente mi agradecimiento a cuantos han estado a mi lado
con constante solicitud durante los días pasados: a los médicos, a los
profesores, a los enfermeros, a las religiosas y a todo el personal del
hospital policlínico Agostino Gemelli y del Vaticano. Mi gratitud va
también a muchísimas personas que, de diversos modos, me han
testimoniado su solidaridad desde Roma, desde Italia y desde todos los
continentes, asegurándome su constante recuerdo en la oración. Doy las
gracias de corazón a todos y a cada uno.
2. Hoy se celebra la solemnidad litúrgica de la santísima Trinidad, que propone a nuestra contemplación el misterio de Dios,
como Cristo nos lo reveló. Misterio grande, que supera nuestra mente,
pero que habla profundamente a nuestro corazón, porque en su esencia es
una explicitación de la densa expresión de san Juan: Dios es amor.
Precisamente porque es amor, Dios no es un
ser solitario, y, siendo uno y único en su naturaleza, vive en la
recíproca inhabitación de tres personas divinas. En efecto, el amor es
esencialmente entrega. Dios, siendo amor infinito, es Padre que se
entrega completamente en la generación del Hijo, y con él mantiene un
diálogo eterno de amor en el Espíritu Santo, vínculo personal de su
unidad.
¡Qué gran misterio! Me agrada indicarlo sobre todo a las familias, en este año dedicado especialmente a ellas.
En la Trinidad se puede entrever el modelo originario de la familia humana. Como he escrito en la Carta a las familias, el Nosotros divino constituye el modelo eterno del específico nosotros
humano formado por un hombre y una mujer que se entregan recíprocamente
en una comunión indisoluble y abierta a la vida (cf. n. 6).
3. Queridos hermanos y hermanas, el próximo domingo, con ocasión de la fiesta de Corpus Christi,
la Iglesia italiana se reunirá espiritualmente en Siena, para la
conclusión del Congreso eucarístico nacional, que se está celebrando
durante esta semana. Es una etapa importantísima de la gran oración de Italia y por Italia.
En la Eucaristía la Iglesia reconoce la fuente y el culmen de su vida.
En ella revive el sacrificio redentor de Cristo y se alimenta de su
cuerpo. De ella aprende el espíritu de servicio y de comunión que
necesita para ser sacramento de unidad de los hombres con Dios y con los
hermanos (cf. Lumen gentium, 1). Ojalá que los católicos
italianos vivan profundamente este momento, tomando de él inspiración y
fuerza para su vida eclesial y su testimonio social. La santísima Virgen
María ayude a cada uno a prepararse dignamente para esta cita eclesial
tan singular y providencial.
4. Por último, con especial afecto queremos
dirigir nuestra mirada precisamente a María, ahora que estamos llegando
al final de este mes mariano, durante el cual hemos elevado hacia su
corazón materno los deseos, las invocaciones y las lágrimas de toda la
humanidad. María, madre misericordiosa, acoja las súplicas de la
comunidad cristiana. Bendiga, sobre todo, a los jóvenes y a las
familias, y les obtenga a todos, especialmente a las naciones que, por
desgracia, están aún en guerra, el don inestimable de la concordia y de
la paz.
Por medio de María quisiera expresar hoy mi
gratitud por este don del sufrimiento asociado nuevamente al mes
mariano de mayo. Quiero agradecer este don. He comprendido que es un don
necesario. El Papa debía estar en el hospital policlínico Gemelli;
debía estar ausente de esta ventana durante cuatro semanas, cuatro
domingos; del mismo modo que sufrió hace trece años, debía sufrir
también este año.
He meditado, he vuelto a pensar en todo
esto durante mi hospitalización. Y he reencontrado a mi lado la gran
figura del cardenal Wyszynski, primado de Polonia, de cuyo fallecimiento
se cumplió ayer el decimotercer aniversario. Al comienzo de mi
pontificado, me dijo: Si el Señor te ha llamado, debes llevar a la Iglesia hasta el tercer milenio. Él mismo llevó a la Iglesia en Polonia hacia su segundo milenio cristiano.
Así me habló el cardenal Wyszynski. Y he
comprendido que debo llevar a la Iglesia de Cristo hasta este tercer
milenio con la oración, con diversas iniciativas, pero he visto que no
basta: necesitaba llevarla con el sufrimiento, con el atentado de hace
trece años y con este nuevo sacrificio. ¿Por qué ahora? ¿Por qué este
año? ¿Por qué este año de la familia? Precisamente porque se amenaza la
familia, porque se la ataca. El Papa debe ser atacado, el Papa debe
sufrir, para que todas las familias y el mundo entero vean que hay un
evangelio --podría decir-- superior: el evangelio del sufrimiento, con
el que hay que preparar el futuro, el tercer milenio de las familias, de
todas las familias y de cada familia.
Quería añadir estar reflexiones en mi
primer encuentro con vosotros, queridos romanos y peregrinos, al final
de este mes mariano, porque debo este don del sufrimiento a la santísima
Virgen, y se lo agradezco. Comprendo que era importante tener este
argumento ante los poderosos del mundo. Tengo que encontrarme con los
poderosos del mundo y tengo que hablar. ¿Con cuáles argumentos? Me queda
este argumento del sufrimiento. Y quisiera decirles: comprended,
comprended por qué el Papa ha estado nuevamente en el hospital, por qué
ha sufrido nuevamente, comprendedlo, pensad una vez más en ello.
Queridos hermanos, os agradezco vuestra atención, os agradezco esta comunidad de oración, en la que podemos rezar nuevamente el Angelus Domini.
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