Domingo 6 de septiembre de 1992
1. Después de mi reciente permanencia en los montes de Cadore,
me alegra poder dirigir hoy mi saludo ante todo a vosotros, queridísimos
moradores de Castelgandolfo que, como siempre, me acogéis en vuestra risueña
ciudad con cordialidad y simpatía. Entre vosotros me siento en familia: gracias,
de corazón, por todas vuestras atenciones y deferencias.
Saludo, también, a los peregrinos presentes y a todos los que en
este momento están unidos espiritualmente a nosotros para la plegaria del
Ángelus: aseguro a todos mi afecto y mi gratitud.
2. Queridísimos hermanos y hermanas, reanudando nuestra
peregrinación espiritual por los santuarios del continente americano, con motivo
del V Centenario de la evangelización, vamos hoy a Lima, capital del Perú, para
visitar el templo dedicado a santa Rosa.
Joven mestiza, enamorada de Cristo y de su cruz, Rosa representa una
primicia de santidad florecida en América precisamente en el alba del anuncio
del Evangelio. El santuario dedicado a ella, meta de constantes peregrinaciones,
lo forman la iglesia, el jardín y la casa en la cual vivió y murió el 24 de
agosto de 1617, cuando tenía poco más de 30 años.
Muy jovencita aún Rosa vistió el hábito de la Tercera Orden de Santo
Domingo. En el jardín de su casa ella misma construyó una ermita, donde se
dedicó a la oración y a la penitencia, realizando notables progresos en el
camino de la virtud y de la contemplación de los misterios divinos. La ermita se
transformó en un grandioso templo, recientemente inaugurado.
Primera santa de América, Rosa de Lima, con su vida sencilla
y austera su carácter dulce, su ardiente palabra y su apostolado entre los
pobres, los indios y los enfermos, fue también una intrépida evangelizadora,
testimonio elocuente del papel decisivo que la mujer ha tenido y sigue teniendo
en el anuncio del Evangelio.
La próxima Conferencia de Santo Domingo ha de recordar a las santas
y santos latinoamericanos y proclamar con énfasis que el fruto más luminoso
de la evangelización es la santidad. Que la Iglesia en América Latina, en
continuidad con estos quinientos años de fe que celebramos, siga siendo madre de
numerosos y fieles discípulos de Cristo.
Lo pedimos a María, que ha sido la primera evangelizadora de ese
continente rico de posibilidades y esperanzas para la difusión del mensaje
evangélico.
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